Este cronista fue testigo de la alegría extraordinaria con que Pepito Cibrián anunció, en el piso 12 de su departamento de la calle Santa Fe (casi Ecuador), la aceptación del empresario Juan Carlos (Tito) Lectoure para producir ‘Drácula’ en el Luna Park y con un presupuesto millonario. Desde allí al estreno –varios meses después- el autor trabajó incansablemente con Ángel Mahler y al frente de sus ‘huestes artísticas’ hasta dar a conocer ese espectáculo que asombró, emocionó y deleitó al público porteño promediando el año ’91.
Casi veinte años después, Cibrián –a cuyo nombre artístico de otrora agregó con orgullo el Campoy-, y siempre en conjunción con Mahler, reestrenaron su trabajo en un espacio clásico de la calle Corrientes. Pasar de la fría grandiosidad de un estadio a la calidez decó del Astral no supone un ejercicio que Pepe desconoce: las cientos de funciones que llevaron a Drácula a todo el país y el exterior [Santiago de Chile, Barcelona, etc] incluye
desde salas vetustas hasta inmensos complejos futuristas. El éxito nunca se apartó de cada revisión de puesta. En esta ocasión, hay un escenario aprovechado al máximo y profundidades logradas con un acertado uso de show-screens además de la magia sobresaliente de luces y sonido.
La duración del espectáculo es mayor que la del original pero no va en desmedro de lo visto en escena. Se sumaron nuevos cuadros y se quitaron o acortaron otros. Las letras tienen agregados casi siempre aclaratorios que no alteran la vena lírica de Cibrián. Un excelente condimento es el realce dramático de Van Helsing que, así revisado, cobra una estatura de la que carecía. La partitura de Mahler recorre algunas melodías nuevas o remozadas y, en general, revisa la orquestación para descartar los innuendos y estallar en notas que realzan muchas escenas y agilizan los recitativos (en especial los del segundo acto). La conjunción de alteraciones es positiva y se gana terreno en las arias ya instaladas que el público, sotto voce, corea encantado.
La orquesta, en cuya dirección alternan Ángel Mahler y su propio hijo, Damián, cuenta con la solvencia de una treintena de músicos sinfónicos que transitan cómodamente los vericuetos de una partitura bella y muchas veces exigida. El sonido, a partir de la ingeniería computerizada, resulta óptimo [incluyendo headmics].
El Conde Drácula que Juan Rodó propone muestra lo mejor de su voz y su consustanciación con la creatura que ha encarnado casi exclusivamente y por espacio de dos décadas. El aria final, acompañado por una superlativa acción de las cuerdas, es magnífica. Igual realce obtiene el solo de la ‘nanny’ hecho por Adriana Rolla: el público lo aplaude con largura. El Dr Van Helsing, encarnado por Germán Barceló, es otra revelación que pisa muy firme: hay real densidad en su composición.
Candela Cibrián combina una actuación sin reveses con una voz de exquisito timbre: su Mina Murray es tan comprensiva como valiente, tan tímida como osada. La Lucy de Luna Pérez Lening tiene una afinación brillante y una actitud al borde de la desmesura [sobre todo en las escenas iniciales]. Leonel Fransezze es un Johnatan Harker cuya buena voz trasciende su experiencia en escena.
La preparación vocal de todo el elenco permite que las letras lleguen con claridad [cosa que no siempre sucede en el mundo de los musicales]. Coreografías y el constante movimiento escénico fluyen en un continuum que sorprende y atrapa. La ansiedad de los más jóvenes del elenco los lleva a exagerar movimientos [hay una posadera que definitivamente debe medirse]. Se destacan la mascota de Ezequiel Rojo, el Matías de Mariano Zito, la Mujer Tormenta de Gabriela Peyrano, y los gitanos hechos por Florencia Spinelli y Rodrigo Rivero.
El dúo Cibrián Campoy-Mahler no hace sino reverdecer sus laureles a la hora del broche final. El público ovaciona el espectáculo. La copa con la que brindan los autores frente al aplauso es el brindis emocionado de dos creadores frente a su propio clásico que cumple veinte pero nació maduro.
JORGE PAOLANTONIO especial para Diario Z
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